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zaragoza rebelde – 1975, 2000 – movimientos sociales y antagonismos

UN ESLABÓN PERDIDO ENTRE CADENAS

LA LLEGADA
Era febrero del 82 y acababa de llegar a Zaragoza desde las islas. Asuntos relacionados con la familia y las enfermedades la habían hecho desplazarse para una temporada. Ya era mayor, aunque no tanto, pero sí lo suficiente para haber dejado atrás algunas cosas; un matrimonio prematuro, el trabajo en el periódico que su padre dirigía, las decepciones causadas, algún reproche imposible de olvidar y la añoranza de los breves buenos años. De lo que trajo, solo mencionó a Albert, su hijo: diez años y casi todo por hacer.
Nada de lo que había encontrado al llegar le resultó inesperado: la madre con la enfermedad en la mirada, la casa desconocida y despegada, el tedio del paro, la busca infructuosa, en fin: la soledad. POR LA CALLE
Andar por la calle tenía el interés del descubrimiento, y cuando se presentaba la ocasión de hacerlo con Albert, las sorpresas del chico se multiplicaban tanto que ésa fue su ocupación favorita después de pocos días. La ciudad no era gran cosa. A primera vista destartalada y anodina como tantas… y ¡sin mar! El clima desabrido y extremado en los calores y los fríos. Sólo el viento le recordaba al de la isla, pero ¡tan áspero!, tan brutal a veces que le resultó difícil aprender a disfrutarlo.

Los primeros paseos por Torrero los llevaron a los pinos; no estaba mal, pero había poca gente. Pronto empezaron a entretenerse por la plaza de Las Canteras, la avenida de América y las calles que llevaban hacia el barrio de La Paz o hacia el Canal, según cogiesen el camino.

La plaza era el lugar favorito, sobre todo porque era frecuente tropezarte con una u otra movida. La asociación de vecinos, los antimilitaristas, los anarcos, algún comité de empresa… solían reunir allí sus expresiones. Cuando no protestaba algún colectivo, el vecindario se las apañaba para llenarla de vidilla con sus idas y venidas y sus meneos.

EL
Un viernes de finales de septiembre cuatro personas repartían hojas anunciando la “Asamblea Ciudadana por la Paz” y animando a incorporarse. La convocatoria era para el jueves siguiente en la plaza de La Seo. Se paró un rato sin ninguna intención concreta, tal vez por comprobar si los pacifistas de por aquí eran de la misma pasta que los insulares. Andrés le cayó bien y la conversación se alargó. Al final acabó repartiendo hojas y quedando en pasarse por el local de la asociación el martes, dos días antes de la Asamblea Ciudadana.

Desde aquel martes los recuerdos se hacen confusos, las fechas resultan imposibles de retener y el orden de los acontecimientos se pierde. Sólo recuerda bien lugares, momentos, personas… Una geografía urbana discontinua, aprendida a salto de manifestaciones, sentadas, acampadas, cadenas humanas… Un tiempo que se alarga más de lo previsto, pero que vivido resulta breve. Retazos de vida como huellas que no quedan atrás, sino que llenan el saco de recuerdos que, según le decía por entonces Pablo Milanes: “cuando menos se imagina afloran”.

PLAZA DE LA SEO 6
Lugar de convocatoria de las asambleas ciudadanas. Encuentros de ochenta, cien, doscientas personas en las que se planeaban las grandes movidas. A veces en una sala de las plantas superiores, a veces en el patio de butacas del cine Pax.

Clubes deportivos, parroquias, grupos de scouts, sindicatos, asociaciones, tertulias, partidos políticos…, todo tipo de colectivos envían allí algún representante. Abundan también personas por libre, a veces con antiguas militancias ya abandonadas, a veces con ganas de empezar alguna, a veces sólo para quitarse el cabreo contra la OTAN, los americanos, la Base, las guerras y toda la parentela.

No fueron una ni dos las veces que acudió hasta aquel edificio con enormes pasillos y esa sensación de vacío y abandono. Llevó dinero que recogía su grupo y la moral que aportaban al ser un grano más en aquél montón. Anotó citas, recogió hojas, carteles, opiniones, convocatorias, discusiones, broncas y todo lo que tocaba.

CALLE DOCTOR PALOMAR (LA VÍA LÁCTEA)
En los bajos del bar se juntaban cada semana una veintena de activistas de todo pelaje. No había problema en incorporarte a las reuniones y a lo demás. En realidad aquello era el núcleo más permanente de la movida. Se autodenominaban “Colectivo por la Paz y el Desarme”. Desde aquellas reuniones se encargaban los materiales de propaganda, se decidían las expresiones públicas del movimiento, se coordinaban con los grupos de otras ciudades y también se hacían los trabajos más continuados: mesas de propaganda, pegadas de carteles, repartos de octavillas.

Visto desde fuera era un grupo muy compacto, compenetrado y eficaz. Hasta las noches libres de los fines semana se las pasaban allí, en el bar, que cerraban cada viernes y cada sábado. Desde dentro todos sabían que la cosa no era para tanto. Con alguna gente se hacían amistades y amores para muchos años, con otra no se pasaba del reconocimiento y el trato superficial.
No tardó mucho en sumergirse en aquel sótano y allí quedó algún pedazo más de su nostalgia cuando todo terminó.

PLAZA DE LOS SITIOS (SEDE PROVISIONAL DE LA PRESIDENCIA DE LA DGA)
El embajador americano giró visita a una de las provincias del “territorio aliado”. En la plaza de Los Sitios estaban entonces unas dependencias de la Presidencia del Gobierno de Aragón (el Palacio Pignatelli aún no se había restaurado). Se anunció una acción de protesta, una concentración o algo así.
La presencia policial era enorme y se aglutinaba en la zona más inmediata a la puerta de acceso. Manifestantes tampoco había pocos, pero no pasaban de algunos cientos; entre aquel grupo tres o cuatro andaban más inquietos y a su alrededor se apreciaba mayor agitación, como pequeños remolinos en una superficie líquida.

Si la policía no hubiera estado tan pendiente de la puerta quizás hubiera detectado aquellas turbulencias y habría podido evitar que, al llegar el embajador, dos o tres saltaran sobre él con bolsas de un líquido rojo y sanguinolento que quería recordarle la que cada día derramaban los soldados de su imperio.

Allí estuvo ella y casi se le salta el corazón del pecho. No tuvo claro si por la rabia, el miedo, la policía, la tensión, el peligro o… ¡vaya usted a saber!

PABELLÓN DE FESTEJOS MUNICIPAL
Cada año, para las Fiestas del Pilar, en un recinto que había sido solar de la Feria de Muestras y luego fue auditorio, los colectivos sociales montaban sus bares. Una sucesión de chiringuitos más o menos cubiertos ofrecían allí las creaciones alcohólicas del rojerío zaragozano. El conjunto resultaba un borrachódromo en el que la clientela iba de barra en barra, saludándose y reconociéndose reiteradamente durante horas. La animación comenzaba sobre las once o las doce de la noche y no cesaba hasta las seis o las siete de la mañana. A las tres la masa de personas girando por aquel solar era impresionante.

Para la gente era uno más de los espacios de “La Fiesta” (para bastantes el único) y para los grupos una fuente de financiación no desdeñable. En los garitos las paredes rebosaban consignas antimilitaristas, ecologistas, feministas, vecinales, sindicales y otros desahogos contra el sistema.
La militancia exigía apuntarse unos turnos de barra, en cantidad variable según la disponibilidad que cada cual ofrecía. El rato pasaba lento y agotador. Al final, el esfuerzo compartido compensaba y, a veces, se prolongaba en la calle, en otros bares, otras casas, otras camas.

PLAZA DE ARAGÓN (CAPITANÍA)
Uno de aquellos años, en unas maniobras por el Pirineo, un grupo de “valientes” militares aguerridos, sin duda de algún cuerpo especial de lucha “antiguerrillera”, se había tomado el guión en serio. A falta de otro enemigo que apresar, o de otros actores que hicieran el papel, se bajaron a un pueblo, tomaron el Ayuntamiento, agruparon a las personas útiles para la rebelión, las llevaron a la plaza y simularon su fusilamiento. El “ejercicio” les quedó “bordao”. No había más que ver el acojono de los pasados por el pelotón. La noticia llegó a todos los rincones y con ella la indignación. Al Colectivo se le ocurrió ofrecer flores para el entierro. Se llevaron directamente a lo que entonces, sin haberse modificado aún la estructura territorial del ejército de Franco, era la Capitanía General de la 5ª Región Militar, en la plaza de Aragón: un par de coronas acordes con el carácter macabro de la ocasión. Al Delegado del Gobierno no le pareció buena idea y mandó a la policía para impedir la entrega. Llegado el momento hubo carreras, forcejeos, porrazos y mucha vergüenza de vivir en un país con un ejército como aquel pelotón de fusiladores.

PARQUE PIGNATELLI
La primera Guerra del Golfo tuvo una respuesta importante en la ciudad. Ya desde la noche del inicio de los bombardeos se comenzaron las protestas. A los pocos días se organizó un campamento permanente en el Parque Pignatelli. Hacía varios años que se había perdido el referéndum sobre la permanencia de España en la OTAN, pero quedaba gente en el colectivo y otra que no acudía a reuniones, aunque mantenía las ideas y las ganas de propagarlas. Continuaban también muchas relaciones entre los grupos y las personas. No fue extraño que la iniciativa cuajara rápidamente y se prolongara varios meses.
El Campamento por la Paz fue un hervidero de actividades y un punto de encuentro para los grupos de otras localidades que hallaban allí apoyo para sus iniciativas. La presencia constante de un número de personas, que en algún momento fueron varios centenares, daba noticia de que el rechazo a la guerra persistía.
Las noches, en compañía de gente a la que se trataba un poco a fondo por primera vez, se llenaban de confidencias, chistes, canciones y otras expansiones más íntimas de las que cada cual da cuenta a quien la da (si es que la da).

SAGASTA 52 (CASA DE LA PAZ)
Unos años antes, justo recién perdido el referéndum, se había lanzado la iniciativa de salir del muermo en que nos dejó la derrota y salir también de la calle Doctor Palomar. En algunas mentes terminó por quedar clara la idea de hacerlo ocupando un espacio abandonado en pleno centro de la ciudad. Para más señas un edificio modernista, que fue vivienda de alguna familia “acomodada” (por usar un eufemismo útil para dar a entender que era, o había sido, muy, muy rica), entonces de propiedad pública. Se trataba de la finca situada en el Paseo de Sagasta nº 52, donde ahora hay un Centro de Salud.

En pocos días se tomaron contactos con otros grupos para garantizar que habría suficientes okupas y se organizó el asalto. Una vez tomada posesión de la “propiedad” se trataba de resistir los intentos de desalojo y para ello era importante generar actividad. Durante las primeras semanas aquello era un frenesí: ruedas de prensa, conferencias, charlas, convocatorias, fiestas, talleres y todo lo que fuera necesario para convertir aquella casa en el centro de un torbellino que fuera continuador de los agitados años anti-OTAN.

Para echar amarras en la casa y evitar su desalojo había que “vivirla” hora tras hora y eso exigía también hacer obras, reparar goteras, cerrar cubiertas, echar suelos, electrificar, … Era una dimensión de la militancia que no se había imaginado, pero también necesaria y gratificante, sobre todo en los momentos de descanso entre los trabajos de mayor esfuerzo físico.

La Casa de la Paz duró años abierta y vio pasar a personas de lo más variopinto. El grupo inicial se mantuvo sólo en parte, pero se fueron incorporando otros pequeños de chicos y chicas mucho más jóvenes, y con actitudes que a ella le recordaban a su hijo. No siempre era fácil saber si en los colectivos predominaba el vínculo militante o el amistoso. Aparecían, se incorporaban a las asambleas, montaban sus movidas y pasados unos meses desaparecían.

Entre aquel ir y venir de personas algunas permanecían todo el tiempo. Ella no olvidará nunca a aquel muchacho reservado y poco hablador que observaba todo sin interferir en nada, siempre dispuesto a ayudar, siempre preocupado de alimentar a los gatos que se concentraban por allí, solitario y triste, que parecía haber encontrado en la casa su razón de vivir y que le preocupaba porque no conseguía imaginar a qué iba a dedicar su vida cuando la ocupación terminara. Ha pasado el tiempo y cuando piensa qué habrá sido de él aún la golpea el desasosiego.

La experiencia terminó y en Sagasta 52 un Centro de Salud ocupa su espacio y oculta su recuerdo.

Virgilio Marco